A Juan Muñoz le gustan las comparaciones: Aparecen dibujos de trazo grueso a lo Hugo Pratt con fotos distorsionadas de la televisión, lo que aliena ambas representaciones, tan lejanas como los románticos mundos del Corto Maltés o Joseph Conrad...él habitaba en el corazón de las tinieblas de un fondo negro permanente, donde las mujeres se pintan y los hombres se esconden del delator azogue.
Ha creado un mundo de contrastes a dos centímetros del nuestro, ligeramente distorsionado, como las imágnes que reflejan sus espejos, en donde nuestra figura resulta ajena a esos personajes grises que con obstinación se buscan al otro lado sin prestarnos la menos atención.
Sebastian creaba humanoides de compañia que mitigasen la soledad de su inmenso apartamento en Los Ángeles de "Blade Runner", así Juan Muñoz se rodea de personajillos a medio hacer, seres deformes o muñecos que contemplan sus cuadros y participan de su mundo surrealista, condenados a su infinito movimiento e inestabilidad y que para dotarles de cierta humanidad iminitan nuestros gestos ¿o nosotros les imitamos a ellos?
Es una escultura dinámica, congelando el momento justo en el que se van a precipitar, caer, desparrmarse y sobre todo, el ruido, porque ese silencioso instante anterior a la catastrofe, se adivina el estruendo que el tambor de cristal producirá al resbalar de las manos imperfectas de la persona-muñeco que a penas lo sujeta y que se balancea torpemente en su estrecho sillón.
Entre ellos intentan mirarse, pero sus ojos vacios, apenas un pellizco de masa informe, les impide comunicarse entre ellos y el observador se mueve entre el espacio captando la tensa relación que entre ellos se ha establecido y que nunca se va a resolver. La luz delatora proyecta sus sombras alargadas como otro personaje de la situación que intentará huir, como nosotros.
Otros se rien, con una carcajada abierta alborotadora, enseñando los dientes, todos iguales, como sus caras, cayéndose estrepitosamente por las gradas sin dejar de reir ¿Importa la causa de su risa? ni siquiera anelamos ese estado de felicidad infinita en el que han quedado atrapados, presintiendo el dolor en la comisura de los labios. Una risa incómoda que no ofende, pero que no resulta sana ni alentadora.
Si el primer emperador chino enterró un ejercíto de soldados de terracota, Juan Muñoz ha encerrado a una legión de seres clonados en la sala del museo: orientales (como el tópico: todos los chinos son iguales) con su risa idéntica y de estatura inferior, nos movemos entre ellos como fantamas invisibles, les miramos por encima del hombro (isocefalia, como la pintura de El Greco) y evitamos apretar la fofa mano que uno de ellos extiende al vacio, por si nos deja atrapado en ese instante infinito habitado por un único ser y sus múltiples reflejos que convierte el dialogo en monologo. Un número de elementos tan abundantes y parecidos que buscamos sus diferencias... y las encontramos como en los diferentes materiales de las columnas en la mezquita de Córdoba: diferentes tonos, chaquetas abrochada. Allí están, alegres, escandalosos, tomando el sol y tan ajenos de todo que no parece importarles que el suelo del museo haya engullido sus pies.
Y mientras el museo sigue engordando, engullendo las instalaciones y dejando asomarse las partes más sobresalientes que no llegarán a la próxima exhibición: los balcones floreados de un hotel de pueblo, un balcón sin geranios pero con barandilla metálica retorcida que adorna las urbes hispánicas, con un gesto casi ochentón, posmoderno, almodovariano.
Una referencia más abstracta pero arquitectónica adorna a dos de sus seres y proceso de formación: la planta de la torre de viviendas Neue Vahr en Bremen de Alvar Aalto les peina con su trazo aereo y metálico.
En la España paleta de las maravillas del 92, el tren francés de alta velocidad acercó la ciudad de Sevilla al centro del país, bandera de la renovación tecnológica de un país que rellenó con sus tópicos los vagones de sillones acolchados de sus aerodinámicos vagones. Calles retorcidas por el accidente ferroviario que deja intacta sus piezas descarriladas pero que ha revuelto los edificios de su interior, que trataban de viajar a toda velocidad en un mundo globalizado, se trasladaban los conceptos, las ideas más que las personas que se despiden de sus seres queridos en el andén con el pañuelo en la mano.